Por cortesía de Maria Luisa, Raquel y Amparo
Kioto, una de las antiguas capitales imperiales de Japón, no sólo alberga los templos más esplendorosos sino que continúa siendo la sede de la más importante escuela de «geishas», las míticas mujeres que han sido erróneamente confundidas con prostitutas.
El mundo de las flores y de los sauces» llaman en Japón al cerrado universo de las geishas, una institución femenina única en el mundo, nacida en el siglo XVI y que, en franco retroceso durante las últimas décadas, encuentra todavía su más orgulloso templo en la ciudad de Kioto, la antigua capital imperial.
Kioto, una de las antiguas capitales imperiales de Japón, no sólo alberga los templos más esplendorosos sino que continúa siendo la sede de la más importante escuela de «geishas», las míticas mujeres que han sido erróneamente confundidas con prostitutas.
El mundo de las flores y de los sauces» llaman en Japón al cerrado universo de las geishas, una institución femenina única en el mundo, nacida en el siglo XVI y que, en franco retroceso durante las últimas décadas, encuentra todavía su más orgulloso templo en la ciudad de Kioto, la antigua capital imperial.
Entrar en Kioto es como descorrer los cortinajes del tiempo y dar un salto hacia atrás de tres o cuatro siglos. Con un millón y medio escaso de habitantes, meciéndose con voluptuosidad en las orillas verdes del río Kamo, sembrada de jardines, la dulce Kioto conserva su arquitectura tradicional casi intocada gracias al milagro de que los estadounidenses, durante la II Guerra Mundial, no arrojaron sobre ella ni una sola bomba.

En Kioto se miman los parques; cada planta, cada árbol, cada templete y cada estanque ha encontrado su sitio preciso, y las flores alternan sus colores con estudiado refinamiento, pues no en balde viven y trabajan en la ciudad los mejores especialistas nipones en jardinería. «Si quieres ser feliz un año», dice un antiguo refrán, «cásate; si quieres ser feliz toda la vida, toma el oficio de jardinero».
Las antiguas pagodas se alzan con hermosura y un cierto sentido de la discreción entre las arboledas de estos parques, y sobre todas ellas resalta la elegancia sutil de la famosa Pagoda Dorada, cuya cúpula está pintada con polvo de oro.
Entre los barrios de la ciudad, Gion es sin duda el más bonito, el más japonés; casi valdría decir que es la entraña misma de Japón. Calles estrechas, casitas bajas de tejados de bambú, muy escaso tráfico y pudoroso silencio que a veces quiebra con dulzura el trino de algún pájaro cantor. Y es el hogar de las geishas y del kabuki, el teatro japonés. Muchas de las casas de Gion son salones de té donde las geishas ofrecen veladas a sus visitantes, siempre masculinos. Los precios de esas veladas alcanzan cifras tan astronómicas que tan sólo pueden pagarse los bolsillos millonarios o las empresas más poderosas.
«PERSONAS DE ARTE». Corre por el mundo la creencia de que la geisha no es otra cosa, en realidad, que una prostituta de lujo. Y nada más lejos de la realidad. Una geisha verdadera es la mujer menos parecida a la ramera. Incluso son ellas, precisamente estas artistas especializadas en el arte de entretener a los hombres, las mujeres más libres del Japón. ¿Cuál es el arte que ofrece la geisha a sus clientes? La danza, la poesía, el teatro, el canto y la conversación. No en balde la palabra geisha significa persona de arte y son muy pocas y muy escogidas, entre las numerosas pretendientes, las que alcanzan el más alto nivel profesional.
Porque no es un oficio el de geisha, sino una verdadera carrera que requiere años de aprendizaje y dotes naturales portentosas. Las futuras geishas son escogidas desde la pubertad entre las chicas más bellas, inteligentes y capacitadas para el baile y el canto. Cuando inician sus estudios, son llamadas maiko, palabra que significa hija de la danza. Aprenden a vestirse, a peinarse, a andar, a mover las manos con gestos estudiados y a mantener a toda hora el cuello erguido para que su rostro siempre quede en posición vertical. El peinado de las maiko es mucho más sofisticado que el de las geishas y, hasta tal punto es importante su cuidado, que las chicas tienen que dormir con una caja de madera en la cabeza que protege la arquitectura de sus cabellos. Y son siempre ellas quienes eligen a su dueño, y no al revés.
Deben conocer la historia de su país, sus tradiciones y su literatura, e incluso entender de política. Por supuesto que saber cantar y bailar es esencial, así como recitar los versos, los haikus de los grandes poetas del país; y también es preciso tocar con maestría el instrumento musical tradicional, el shamisen, una especie de guitarrita de tres cuerdas cuya caja se fabrica con piel de gato.
Pero el arte supremo de la geisha es la conversación. Tiene, en su aprendizaje, normas muy precisas, que se resumen en tres: la primera, «ser amable y, por lo tanto, no abrir el corazón»; la segunda, «decir lo contrario de lo que se piensa si con ello se puede agradar al hombre», y la última, «observar bien qué es lo que el hombre espera que se le diga y decírselo». Todo un arte, pues, de seducción ante el que la vanidad natural de los hombres cae irremediablemente rendida.
La geisha elige a su amante, es independiente en su trabajo y, por lo general, amasa una verdadera fortuna. Y la dulce Kioto es su patria, su hogar más íntimo. Allí nacen y crecen estas sacerdotisas de la estética, entre los parques de delicados cerezos, los serenos estanques, las antiguas pagodas, los discretos salones de té, los sauces y las flores.
Javier Reverte
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